miércoles, 14 de septiembre de 2011

45 centímetros

En realidad, el que lo cuente no hace que mi pecho descanse, pero ya no puedo hacer nada más. El cuchillo descansa ahora en un cajón del mueble de la vajilla. Un hombre descansa en una tumba grande, probablemente más grande que la casa en la que creció. Mi madre descansa en su cripta familiar soñando con santos y dulces y esas cosas de las que no le gustaba hablar, pero sé que le llenaban la cabeza más de lo que a ella le hubiera gustado admitir. Todos descansan, menos yo.

Había sido un día bueno, muchos señores pasaron a bolearse los zapatos conmigo y antes de que el sol me robara la sombra al pasar de su cenit, traía en la bolsa casi el doble de lo que el día anterior había hecho. -Por hoy ya estuvo bueno, pensé y me encaminé a casa.

Olía a chiles asados desde antes de abrir la puerta y desde la entrada vi a mi mamá moviendo ollas y revolviendo cazuelas en la cocina. Ahora que lo medito, cada que pienso en mi mamá, la veo recortada contra el brillo de la luz del patio, ahí frente a la estufa. Alzando la mirada para reconocerme y seguir haciendo lo suyo. Todavía a mis años, a veces llego a la casa y levanto la mirada al entrar añorando verla.

- Ya vine mamá. - Dejé mi cajón de bolero junto al silloncito de la antesala y el sombrero sobre el perchero.

- Día muy bueno o muy malo de seguro, que no está ni lista la comida y ya tienes el cajón guardado. - Decía sin despegar los ojos de lo que hacía.

- Muy bueno, bendito sea dios. - Le besé la mano que estaba caliente como siempre. Como si hirviera ella antes que la comida misma.

- Bendito sea dios y que es Lunes y hay mucho ranchero queriéndose ver como gente decente.

A mi madre no le gustaban los rancheros, tampoco a mi, pero mientras sus monedas trajeran águila, por mi estaba bien.

- ¿Quiere que le ayude en algo mamá? - Yo ya sabía la respuesta, pero mis preguntas nunca se quedaron calladas. Mañas mías, decía ella.

- Ve al patio y bájame unas naranjas para hacer una sangría.

- Sí mamá. – “Un hombre en la cocina, nomás estorba” decía ella. Y mejor me mandaba a hacer lo que sabía y hasta disfrutaba. No me lo decía tal cual, pero es por eso que sé que me quería. Esas son las personas que más te quieren, las que no te lo dicen con palabras.

El patio fue siempre el último resguardo que tenía yo del ruido de la calle. Aún siendo Cortazar tan pequeño como es ahora, y siendo todavía más pequeño cuando era yo niño, el ruido en el jardín siempre ha estado ahí. El patio se ubicaba al fondo de la casa, que aunque estuviera en uno de los portales, estuvo siempre lo suficientemente alejado del frente como para que cerraras la puerta, te sentaras en el tejaban trasero y pudieras jurar que este pueblo estaba vacío de gente. Solo las naranjas agrias, los limones, las limas, los geranios y cartones. Mi patio, flanqueado por bardas de más de seis metros de alto, estaba techado por el pedazo de cielo más bonito que vas a ver nunca.

Apoyé la escalera junto a la primer naranja y antes de que pudiera tomar una, me dí cuenta de que estaba muy tupida porque no la había podado en un buen rato. Ya le tocaba y no pude pensar en mejor momento que entonces para hacerlo. Bajé e iba rumbo a jalar el machetito que usaba para la labor, cuando justo sobre el lavadero de granito gris verdoso vi que estaba un cuchillo largo, descaradamente tirándole al medio metro. Lo tomé por el mango y lo primero que dije para mi mismo fue

- Con este sí atraviesas un cristiano... - Lo que son las cosas.

La hoja era delgada y muy puntiaguda. Bastante angosta respecto al largo total, apenas de una pulgada al llegar al mango que era de una especie de resina negra, opaca. El metal tenía un remate al final de la empuñadura que dejaba ver que todo era una sola pieza. A pesar de lo delgado, tenía un peso que nada le pedía al machetito así que en cuanto sentí su peso y balance en la mano, me trepé de regreso y empecé a podar la primer naranja.

Las ramitas caían casi sin oponerse al filo y empecé a aventar naranjas para abajo. Me acomodé el cuchillo en el cinturón, por la espalda e inclinado, como los bandidos, pensé. Bajé y le dí trato al otro árbol. Terminé y eché la fruta en una cubetita de aluminio que había para eso y fui de regreso a la cocina con el cuchillo fajado. Mi mamá estaba limpiando frijol en la mesa con la luz de la ventana del patio iluminándole la mesa, así que le dejé la fruta sobre el trinchador frente a ella.

- Ahí le dejo las naranjas, mamá. Voy a aprovechar para darle una tumbadita al limón y a la lima ahorita que ya no tengo el sol encima de este lado, dije y me enfilé de regreso.

- ¡A ver Perico! - Grito mi madre y en el acto me quedé quietecito quietecito. Como cuando vas a matar a un conejo y ya él ya sabe y así se queda: quietecito quietecito. - ¡Ven para acá!, remató. Me di la vuelta y me acerqué a su lado.

Me sacó el cuchillo de la espalda y lo puso sobre la mesa, en la orilla, sin soltarlo del todo.

- ¿Por qué andas agarrando lo que no es tuyo?

- Dispénseme, mamá. Es que lo vi y pensé...

- Tú siempre dices que piensas, pero no piensas nomás haces. Ay Pedro…

No entendía nada. Mi mamá me regañaba siempre de manera justa, nunca tuve duda de ello. Pero que me regañara porque había agarrado con qué hacer lo que era mi tarea de la casa (el patio en general era mi obligación), no entraba en esa equidad que ella siempre llevó en una mano. Porque en la otra, llevaba un cinturón. Respeto y temor por partes iguales.

- Ese cuchillo, me lo encontré en la mañana que fui por el atole. Venía ya de regreso y acá a la vuelta, antes de llegar a la Hidalgo, estaba tirado juntito a la banqueta. Me llamó la atención, lo agarré y vi que no estaba doblado ni nada. Voltee para todos lados pero no había nadie a quién preguntarle. Peor, en esa calle ni casas hay. Entonces me lo guardé en el rebozo y me lo traje porque me gustó como para usarlo cuando hay que matar un animal. Lo enjuagué porque tenía tierra, eso sí, y lo dejé donde lo encontraste. Y tú lo agarras y te pones a achatarlo con las pobres naranjas agrias.

Una navaja con mella no sirve para matar un animal. Tardan en morirse como cuando les tienes lástima. Este tiene buen tajo y vas a ver que ni ruido ni sufrimiento. Ni para el animal ni para uno.

Lo dicho, mi madre era todo ecuanimidad. Además, ella sentía con las manos igual que yo y seguro lo agarró y percibió lo mismo que yo cuando lo empuñé. Y es que a veces, cuando afianzas algo, notas que trae mucha intensión guardada. Mucha voluntad ya sea de hacerlo, de guardarlo, de usarlo ¡qué sé yo! Como que hasta pesan más las cosas.

- Si vas a desmelenarme los árboles, - dijo - agárrate el machetito que para eso está y déjame el cuchillo en su lugar.

Lo tomó por la hoja y me extendió el mango con cuidado y sin dejar de verme a los ojos.

- Cuando termines, si quieres, mejor asiéntale el filo y guárdalo en el cajón de abajo del trinchador, que está muy grande como para tenerlo a la mano así nomás.

- Sí mamá. - Salí cuchillo en mano y lo dejé sobre el lavadero otra vez. Tomé mi machete y terminé lo que tenía que hacer.

Luego de comer me senté en el portalito trasero para asentarle el filo. Poco a poco y en el mismo sentido como debe ser. Me di cuenta de que no era mi mal tanteo, del mango a la punta de la hoja medía cuarenta y cinco centímetros. Treinta de hoja y quince del pomo al remate de la empuñadura daban el total. Mi madre tenía razón, no era herramienta de jardinería, era herramienta de carnicería.

Al otro día ya en mi faena de bolero, no pude evitar escuchar la plática entre dos hombres de mocasín, de esas tantas que uno escucha en una profesión como esa. Pláticas de risas despreocupadas y sin más peso que el aire que atraviesan. Solo que esta vez, sentí como se me caían las rodillas a los tobillos de tanto que sentí que los huesos se me aflojaban:

- ¿Sí supiste, vale? Ayer mataron un hombre, lo apuñalaron. Dicen que se desangró y nadie lo escuchó

- Ah, sí supe algo. Pero ¿qué no le habían dado un balazo?

- ¡Nombre! Mira, lo encontraron acá a tres cuadras, sobre la Hidalgo, antes de llegar a la acequia.

- Ándele, entonces sí es ese. Lo robaron, eso sabía yo. Y no ha de haber sido de aquí porque como nadie lo reclamó, terminó en la fosa común…

Luego supe bien que pasó. Lo encontraron boca arriba y con los ojos abiertos. Solo los becerros deben haberlo escuchado retorcerse porque ya más al oriente Cortazar no era más que establos, carrizos y meados de vaca. Pensaron que le habían pegado un plomazo, porque en el estómago solo se le veía una marca de sangre en la camisa, pero traía otra herida en la espalda, por la que se desangró. Ya cuando lo revisó la policía, vieron que no podía ser un orificio de bala. Estaba recto de los dos lados y no hallaron ni bala ni fogonazo en ninguna parte. Se ocupaba una hoja larga y firme para hacer algo así.

Yo me quedé callado y acabé de bolearle los zapatos al señor sin levantar la mirada más allá del piso. No quería verle la cara. No quería recordarlo. Terminé el día en silencio. Al final, la boca me sabía como a sangre pero sé que no era sangre, era solo la mente que no me dejaba en paz y que nunca terminó de dejarme en paz. Ninguna de las veces que le cortamos el cuello a un chivo. Ni cuando murió mi madre y enterré el cuchillo en un costado del patio. Solo para ver si así, también yo podía descansar... y ya ves que no.