sábado, 10 de mayo de 2014

No person

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-Claro que sé que hacen daño- contestó. No supe qué decir, cosa que él pareció comprender y continuó explicándose, más no excusándose.

-Buscando un modo de sobresalir en mi carrera luego de haberlo hecho casi todo y créame, en las aduanas uno se encuentra de todo, me descubrí a mí mismo si usted quiere verlo así, en una etapa de depresión que en realidad luego entendí que era aburrimiento. Y cuando uno no tiene nada que perder y está aburrido, acaba por allegarse de las personas más, digamos, peculiares.
Dudó al enunciar eso último e hizo un pausa para volver a sentarse en la silla, de la que solo se había estado sosteniendo asido a los posa brazos con solo la punta de los dedos, como suspendido.

Me explicó como había accedido a encontrar la manera más eficaz de envenenar a tantos niños como fuera posible. Cualquiera habría pensado que los juguetes serían lo mejor. Algún perspicaz se habría interesado por la ropa. Pero todos se enfocarían al objeto. Lo que se transporta es siempre minuciosamente examinado, cuando tiene que serlo. Pero con los contenedores no es igual. Con la involuntaria ayuda de un despreocupado jefe que no objetó a la idea de que "había que limpiar los containers para que duraran más", el resto estaba hecho. Los más débiles morirían pronto y seguramente dormidos. El resto no rebasaría los 4 años. Algún desafortunado viviría más.

Mi espina dorsal se irguió como un eco a los cabellos de mi nuca. Estaba solo con él en su oficina y esta visita nunca estuvo agendada. Nadie sabía que estaba ahí. Curiosas las cosas que se vienen a la mente cuando te descubres solo y casi en poder de un sociópata. En un principio pensaba que podía chantajear a un pobre diablo con una afrenta a las normas de compra de insumos. Muchas veces vi cargos por insumos de limpieza que sabía que en algún porcentaje llegaban al encargado. Esos encargados acababan siendo mis fuentes de ingreso extra. Con lo que no contaba era con que este encargado calmadamente me hablaba de infanticidios y no en tono de comedia oscura.

-Como verá, esto no es algo que podamos arreglar así nada más –dijo. Y me di cuenta de que ya había un revólver en su mano. El tiempo que estuvo suspendido era para poder sacarlo de la parte trasera de su cinturón; debí notarlo -Verá, si se lo explicara como me lo explicaron a mí, estoy seguro de que usted estaría de acuerdo con dejarlo así e incluso unirse... -dudó una vez más, y aproveché para saltarle encima; era un hombre pequeño y el escritorio no era tan amplio. No era la primera vez que lo hacía. Gajes de una juventud violenta.


Soltó el arma en cuanto caímos y supe que no sabía ni cómo sostenerla así que la tomé y tuve una idea. Me dejé caer en el piso boca arriba con la pistola escondida en la chaqueta fingiendo haberme atorado la mano y no poder levantarme. El hombre, sintiéndose en ventaja se abalanzó sobre mí. Lo que no vi era el abrecartas que encajó en mi estómago al hacerlo. Me tomó más tiempo del que pensé en un principio el poder dispararle a quemarropa.


A veces, cuando veo a los niños jugar en el parque o a mis hijos haciéndome preguntas pienso en todas las veces que buscamos evidencia de contaminación más allá de los registros. "Ni una molécula" decía socarronamente el técnico. Un día quisiera decidir si creer en que fue sólo un loco del periódico y un peón que se sacrificó por alguien que deseaba diezmar una generación entera. Sobre todo cuando recuerdo perfectamente cómo parpadeó desde abajo de sus párpados mientras dejaba de respirar. Ninguna persona podría ser así de fría. -Ninguna persona- todavía me repito.
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lunes, 30 de enero de 2012

A todos los participantes del Taller

Bueno, en días pasados le envié un correo al maestro Federico, preguntándole por el estado de nuestra antología (por aquello de que nada más se terminó el taller y todos nos desparramamos), y me contestó diciendo que ya se encuentra en revisión (sin mencionar en cuál imprenta), pero que probablemente sí llegue a estar lista para la Feria del Libro, que se estaría realizando en marzo próximo. También se encontró con Norma y le comentó lo mismo, así que les paso el aviso. Les dejo el correo del maestro Federico en caso de que quieran comunicarse directamente con él: literato12@hotmail.com

sábado, 19 de noviembre de 2011

Cuídate.

Una de esas mañanas que se sienten cada vez más frías mientras transcurren. Esas en las que el sol le otorga claridad a todo, pero no calor. Tenía que ir a clase de programación estructurada en el centro de cómputo y el suéter del uniforme no iba a ser suficiente para librarme del frío del aire acondicionado. Antes de llegar a mi destino, me detuve frente al laboratorio de alimentos. Mire al piso, mis tenis gris y azul, la sucia correa de mi mochila, mis manos heladas dentro mis bolsillos.

No estaba solo, algún compañero me acompañaba en mi recarga térmica, vislumbrando una hora de congelamiento lento y educativo. Alguno empieza a hablar con alguien que por el estacionamiento entró a pie, por la grava roja. Recuerdo el sonido de la grava bajo sus pies pequeños de calzado negro. Su cabello parado sin un orden, rubio. Sus ojos pequeños y vacilantes. Su sonrisa despreocupada marcada en la piel del rostro, enrojecida pero templada con fríos más duros que este. Me alegraba verle.

Gira entonces y me encara, veo que lleva puesto un chaleco verde de lana y los pálidos brazos al descubierto, justo como en esa foto que guarde de él. La tomé en el viaje que hicimos en la secundaria por Guanajuato, Dolores y San Miguel. El dormía sumido en el asiento trasero del autobús y no dejé pasar la oportunidad. Tan jovial y lúdico como siempre, no le importó entonces; sonrió cuando le recordé la fotografía. Le pregunté si no tenía frío y dijo que no, que hacía tiempo que a él no le daba frío.

Los demás hablaban también con él, sin demasiado interés pero con sobrada emoción. Yo lo observaba a él y a mi aliento con tonos muy parecidos. También me emocionaba poder verlo bien, hacía tiempo que no lo hacía. Algo más quería preguntarle y no recordaba qué era. Ya casi era hora de entrar y el resto del grupo ya hacia fila en la entrada del aula aislada, no quería entrar. Recordé entonces qué quería preguntarle.

- Oye güey pero ¿qué no tú ya estabas muerto?

El silencio se hizo no solamente en nuestras bocas, sino también en el aire y el pasto y la grava roja y nuestras miradas. Él giró una vez más para verme a los ojos y sonrió.

- Bueno, ya me tengo que ir, dijo.

No lograba medir el total de esa idea y su irracionalidad. Se iba, otra vez. Pero ¿cuándo regresó y por qué? El resto de los bultos en que mis compañeros se habían convertido, estaban congelados en la sorpresa de mi pregunta y no volvieron a emitir sonido ni a moverse siquiera. Solo se añadieron al fondo gélido y brillante de mi irrealidad. Cuando volví la mirada para verlo a él, ya iba a la mitad del camino entre la banqueta de cemento pulido del edificio y la entrada del estacionamiento.

- Antes de que te vayas dime algo ¿estás bien?

Se detuvo y giró apenas con el torso y de medio perfil vi la mueca que tenía por sonrisa. La misma que usaba para asentir y según yo para todo. La que hacía que sus pómulos de niño se levantaran. Encogido de hombros y con las manos finalmente metidas en los bolsillos igual que yo, respondió.

- Sí, ustedes no se preocupen por mí. Cuídate.

Ya no recuerdo verlo salir. Fue la última vez que soñé con él.

[A la memoria de Juan Carlos Elías Luna "El Jordan"]

Autor: Luis Aguado.

viernes, 11 de noviembre de 2011

La vida es sombra y polvo

En el césped recostada
Rodeada de tus brazos
Ella espera enamorada
Sentir el peso de tus labios.

Amante de una niña
Escucha mis palabras:
La vida es sombra y polvo
Y al polvo se lo lleva en viento.

El capullo ha florecido
Luciendo entre todo el árbol.
Ella es ya una dama,
La más bella de las gracias.


En tu cama recostada
Mira cariñosamente,
Ella espera enamorada
Gozar tu caricia ardiente.

Amante de una dama,
Ardiendo en tu lujuria
No sientes la fría brisa
Que la llama apaga.


La felicidad nos venda,
Nos hace adictos a ella.
Y cuando al fin vemos la luz
Su claridad nos ciega.

Juez, jurado y verdugo,
Sólo el oscuro es justo.
La ha juzgado, la ha medido.
Le ha llegado el turno a ella.

En el féretro acostada
Con los ojos ya cerrados
Ella espera resignada,
Los remaches sean clavados.

Amante de una muerta
Juro en nombre de tu dios:
Sólo en la soga al cuello
Encontraras descanso.

Amante de una muerta
Recuerda mis palabras
La vida es sombra y polvo
Y al polvo, se lo lleva el viento.


Autor: Luis Rey (Primer borrador)

Oscuras Siluetas

Caminaba él con total tranquilidad por las calles centrales de la ciudad. Pensando en nada de vez en vez. Cruzando las calles que parecen vacías aún siendo tan temprano. Es de esperarse, el sofocante calor que se niega a ceder. Salvador Días Mirón, Juan de Dios Peza, Santos Degollado, Leandro Valle... avanza brincando calles de nombres que no significan nada para él. Algo llama entonces su atención: ¿No es aquella una hermosa aldaba suplicando ser aporreada? ¿No es ahí donde vive aquel anciano con su hijo?

Continúa caminando y sin pensarlo mucho llama a la puerta tres veces sin dejar de avanzar hasta escuchar la gran puerta abrirse ya lejos detrás de él. Voltea sobre su hombro y distingue de reojo dos siluetas fijas como roca. Sigue caminando hasta cambiar de acera en la esquina con intención de doblar a su izquierda en Ocampo.

Una sonrisa insensata se dibuja en su rostro como resultado su irracional travesura. Al llegar a la esquina contraria, mira de nuevo a la puerta. Reconoce entonces al anciano apoyado en un bastón de madera rojiza, mirándolo a los ojos; levanta la mirada para ver el rostro en el esbozo del que supone es el hijo, pero una repentina sensación de miedo invade su vientre.

Pareciera que las cuencas de sus ojos están vacías, más un instante antes de que el muro de la esquina bloqueara su visión, tuvo la impresión de ver un diminuto reflejo como de cristal en el aparente vacío.

Continúa su camino con la trémula sensación que deja el miedo en el cuerpo pensando con su malformado razonamiento. ¿Cómo es que voy a temer a ese par? Seguro pensaron que con eso me amedrentaron, como para que no lo haga de nuevo... pues entonces volveré mañana y les demostraré que no les temo.

La situación se dio nuevamente. Días Mirón, Juan de Dios Peza. La calle sin alma alguna a la vista le quemaba las suelas. En esta época del año en Cortazar, las calles que corren como el sol, se envuelven con un efecto visual: los atardeceres dorados de la semana Santa. Lacerantes, ardientes y hermosos. Pero él no les presta atención, solo piensa en su venganza.

Son las seis exactamente igual que ayer. Voy a demostrarles que no les temo, se dijo a si mismo al ver el reloj de su mano izquierda. Caminó hacia la puerta aprestando la mano para hacer sonar la aldaba tan fuerte como le fuera posible. El casi subliminal recuerdo de la espantosa imagen del día anterior, hizo fluir la adrenalina en su sangre, suficiente como para hacerlo titubear, no tanto como para hacerlo desistir.

Casi podía palpar el metal en sus dedos cuando de la nada sintió como su pecho era impactado en su centro por una fuerza tan descomunal que le hizo sentirse diminuto. La fuerza continuó presionándolo en su contundente movimiento, imprimiendo cierta inclinación descendente, tan rápido que no asimila lo que sucede, solo ve fugazmente las paredes a sus costados alejándose de él acelerados por la fuerza y no la gravedad. Finalmente su espalda golpea el concreto y todo se detiene.

Sus ojos están cerrados y sus oídos no perciben nada cuando un agudo dolor en el tórax le hace abrir los ojos: hay un hombre de corpulenta complexión con el puño izquierdo enterrado en su pecho hasta el omóplato. Hay además alguien de pie en el umbral de la puerta abierta, pero la confusión no le deja distinguir si es real o solo un pedazo de su memoria.

El dolor es monstruoso y siente saliva y lágrimas corriendo por su cara en iguales proporciones. El hombre con el puño al ras de la piel de su espalda y con la muñeca apretada entre sus destrozadas costillas permanece inmóvil con una rodilla al suelo y con la otra pegada al pecho en posición casi fetal. No puede moverse. Percibe con todos sus sentidos pero no emite respuesta alguna a las indescriptibles sensaciones que le embargan. Tan ajeno y tan en la sustancia de todo.

Un sonido le es familiar, muy familiar pero no sabe qué es. Es aire, articula para si mismo, es aire pero no soy yo. Lentamente el hombre que lo inmola respira y llena su pecho con aire mientras poco a poco se pone de pie. Durante el camino del hombre hacia arriba no logra distinguirle forma humana; es una masa negra con cambiantes contrastes y bordes adelgazándose para empujar hacia lo alto una blanca cabeza desprovista de cabello. El ascenso se detiene y deja ver las largas y gruesas extremidades de un hombre. Recorre con la mirada aquel cuerpo enfundado en negro desde los pies y al llegar a la cabeza baja de vuelta al pecho que se contrae con rapidez y deja escapar un indescriptible e inhumano alarido de creciente volumen. Siente su lánguido cuerpo estremecerse, no de miedo, sino por la fuerza de éste. Sus sentidos no le transmiten ahora nada. Ni siquiera dolor. Solo el más puro y angustiante terror.

El rugido aquel termina y escucha una voz de tono grave pero casi melodioso. Las palabras resuenan dentro de su cabeza sin señal de dar paso al silencio. Los sonidos rebotan y se distorsionan como una multitud vociferándole en los oídos cuando el silencio corta de tajo todo aquello y recobra conciencia de lo que queda de su ser. Hay una soga atada a sus tobillos que lo mantiene suspendido en el aire sobre la acera, pendiendo muy cerca del umbral.

La sangre que de sus heridas brota le escurre por el cuello, cubre su rostro y se apelmaza en su cabello para caer al suelo por un hilo continuo de una tonalidad oscura, no rojiza. Pero su vista lo engaña de nuevo y la oscura visión de las siluetas se le presenta igual que antes, vívidamente como la primera vez y la esperanza le surge de las entrañas. Añora ese momento, no de alegría o de gloria, solo un momento y nada más. Cuan apreciado es ahora ese instante que tan poco relevante fue cuando sucedió. Que malagradecido fui, piensa apenas el casi cadáver.

Sin embargo, la imagen de las siluetas no coincide con la posición que su cuerpo parece tener pero no termina de prestarle atención pues mira con terror como el contorno del anciano se revuelve y muta en convulsiones visuales solo para recobrar su forma humana muy cerca de él. A pesar de la distancia, no le distingue rasgo alguno. Es solo una sombra sin profundidad. Emoción e inminencia lo invaden mientras escucha la voz del anciano.

“Observa, aprecia y aprehende el conocimiento.”

La voz se desvanece junto con todo lo visible y perceptible y siente como si la nada en sus sentidos fuera poco a poco reemplazada por la de si mismo caminando por la acera otra vez. Son las seis exactamente igual que ayer. Voy a demostrarles que no les temo, pensaba.

Caminó, aprestó la mano cuando una contundente descarga de adrenalina le hizo revivir en un segundo el brutal episodio que desde su pasado se avecinaba. Reaccionó en un veloz y ligero movimiento corporal que lo hizo pegar la espalda a la puerta con los brazos extendidos y las palmas al frente. Entonces vio como el descomunal sujeto de negro pasaba caminando frente a él con el mismo ímpetu con que le despedazó el pecho antes.

Cuando se disponía a pensar en aquel hecho tan alejado de la realidad y del tiempo que viven los hombres, su espalda perdió el apoyo más bien psicológico de la puerta a sus espaldas. Giró y una vez más, la onírica imagen de las oscuras siluetas estaba ante él. El estupor lo inundó mientras daba tambaleantes pasos en retroceso cuando miró su brazo izquierdo: Son las seis exactamente… Su cuerpo perdió rigidez y se desplomó girando para no caer de bruces al suelo. Su mente dejó de hacer juicio alguno y finalmente comenzó a entender. Ya nada era real más allá de lo que él quisiera aceptar. Se levantó, cruzó la calle y por la acera se encaminó en completo silencio hasta su casa, Ocampo, Victoria, Allende… disfrutando y analizando cada fracción de segundo que transcurría a su paso.

Autor: Luis Aguado.

martes, 8 de noviembre de 2011

Oficina de quejas


-El siguiente por favor.

Tras un par de horas en la fila, por fin a María le llega su turno. Al ingresar encuentra sentado frente a un escritorio, a un hombre corpulento ataviado con traje gris, camisa blanca y corbata torcida, quien con ambas manos aprisiona una torta que se lleva a la boca. Imposibilitado para hablar le indica con un movimiento de cabeza que tome asiento. María le entera la razón de su presencia.

-Licenciado, venía a que me hicieran válida esta garantía.

-¿Referente a qué?

-Mire, hace poco más de dos años, adquirí en esta casa comercial un muchacho con fines de noviazgo y opción a matrimonio. Ni siquiera había cruzado una sola palabra con él, pero el catálogo hablaba maravillas de este chico. Yo la verdad puse en duda tanta belleza. Los hombres honestos, trabajadores, responsables, cariñosos, comprensivos y sin vicios ya se extinguieron y tengo mis reservas para creer que alguna vez poblaron la Tierra, por lo que no creí ni en la mitad de lo que me aseguraban. Pero se me dijo, como lo constata la segunda cláusula de esta garantía, que si Roberto no respondía cabalmente a las expectativas prometidas en el contrato de compra venta, me sería devuelto el total del importe pagado. La oferta me pareció ventajosa, que podía perder, si las cosas se daban encontraría a la persona que me diera la estabilidad anímica que anhelaba, y si no pues podría regresarlo a cambio de mi dinero. Pero desafortunadamente el muchacho resultó una amenaza tanto para mi tranquilidad emocional como para mi físico, por lo que exijo me devuelvan mi dinero y pasen a recoger a Roberto a mi departamento a la mayor brevedad.

El hombre sostenía con una mano la torta y tras limpiarse la barbilla con el dorso de la mano libre, la extendió hacia la garantía.

-Déjeme verla.

-¡Cuidado! –La mujer la retiró un poco, evitando que los dedos sucios la tocaran- aquí dice que no será válida si presenta raspaduras o enmendaduras.

-Descuide, conozco lo que dice –se estiró lo suficiente para apoderarse del documento- Le aseguro que enchiladuras y engrasaduras son válidas.

Luego de leer algo soltó la hoja con desdén sobre el escritorio.

-¿Qué piensa?

La mujer tuvo que esperar a que el licenciado diera una nueva acometida con su voraz mandíbula a la torta, y engullera totalmente el bocado, para que afirmara.

-Tiene todos los sellos y las firmas necesarias.

-Entonces recuperaré mi dinero.

-Sí, La Casa Comercial Luna de Miel, siempre le cumple con cabalidad a sus clientes. Pero primero, como parte de un procedimiento de rutina, necesitamos que nos indique en qué puntos falló nuestro muchacho.

-A pues mire –tomó el documento- En el inciso “a” me prometían respeto, pero se la pasa lanzándome críticas por mi sobrepeso.

-¡Ah! Entonces cumplió con el “f”, el cual afirma que es sincero.

-¡Licenciado!

-Disculpe, no es lo que piensa, me refiero a que ese apartado dice que si en su relación… –suspende la frase, luego poniendo cara de enfadado- ¡Bah! Que se yo de lo que ha ocurrido en su relación. Prosiga, prosiga, sólo usted sabe lo que ha vivido.

-Bien. El “b” asegura que Roberto es abstemio, y cada tres días llega a la casa con la mirada perdida, caminando como péndulo y oliendo a rayos. La semana pesada todo briago intentó besarme, yo que detesto el olor a tequila, le puse las manos en el pecho, para impedir que cumpliera su cometido, y él se molestó tanto por el desaire, que empuñando la mano hizo trizas el inciso “c” que garantiza la no violencia, al provocarme una hemorragia nasal.

-Aaaaah –el licenciado hizo un gesto de irritación.

-Verdad que fue un acto horrible.

-No, que acto ni que acto –escupe algo en el cesto de basura- El jitomate está rancio. Doña Ramona no sé dónde diablos compra sus verduras, no es la primera vez que utiliza jitomates en mal estado.

-Puedo continuar.

-Adelante, adelante, la sigo escuchando.

-Los apartados “d” y “e” hablan de que es responsable y que le gusta salir de paseo los fines de semana. De lo responsable nada, tengo yo siempre que andar pidiendo prestado para pagar el agua y la luz, por que Roberto no hace caso, ya estoy buscando trabajo por que al lado de este hombre una se muere de inanición, y sobre lo de su afición a salir los fines de semana, tengo que admitir que es correcto, pero se va solo y me tengo que quedar en casa aburriéndome a cuatro paredes. ¿Qué le parece?

-Tiene sobrados motivos para estar molesta –lo dice mientras se enrolla la corbata en el dedo índice- ¿Tiene algo más que agregar?

-Por supuesto. Haber el inciso “f” me prometía sinceridad, creo que no comentaré nada al respecto para evitar sus alusiones personales. Pero el “g”, ¡ay! El “g” dice que es cariñoso y romántico. Pues la verdad sí había serenatas y cenas románticas; había, hablo de tiempo pasado, existieron esas hermosas demostraciones de cariño que hacen a una creer que ha encontrado al hombre perfecto, pero esto solamente ocurrió durante el noviazgo por que en cuanto nos casamos todo se ter…

-¡Aaaaah! –la interrumpió, señalándola con el dedo índice como quien pilla a un niño en plena travesura.

-¿Qué ocurre? –preguntó María llevándose las manos al pecho.
-¿De modo que ya se casaron?

-Sí, hace 6 meses. ¿Hay algún problema?

-Al contrario, todo se ha disuelto como esta sal de uvas –y vertió un sobrecito de sal de uvas en un vaso con agua, agregando después- la compañía se libera de cualquier compromiso con usted.

-No entiendo.

-Lea por favor lo que dice hasta abajo.

-¿Hasta abajo?

-Eso he dicho.

-¿Las letras chiquitas?

-Sí

-Haber, dice… Impreso en imprenta multiformas.

-¡Nooo! –poniéndose de pie caminó en derredor del escritorio hasta ponerse al lado de la mujer.

-Aquí, haga el favor de leer aquí.

-Pero, aquí sólo hay unos puntitos.

El licenciado haciendo gala de impaciencia le arrebató el documento. Al comprobar que efectivamente sólo se distinguían unos puntitos, movió con dificultad su obeso cuerpo, hasta el sitio en donde se encontraban los cajones del escritorio. Una gota de sudor le corrió de la sien a la mejilla izquierda, mientras se inclinaba para abrir un cajón y extraer de él una enorme lupa del tamaño de una raqueta de tenis. Volvió a hacer el fatigoso recorrido de tres metros, para poder entregarle el escrito y la lente de aumento, sin pronunciar palabra.

María movió la lupa de arriba hacia abajo hasta que pudo distinguir letras.

-Ya está. Haber aquí dice… “La garantía pierde su vigencia en cuanto el cliente contraiga matrimonio con la persona adquirida en La Casa Comercial Luna de Miel” ¡En la torre!

-Lo siento mucho. Fue un placer atenderle. El siguiente por favor.


Autor: Miguel Sánchez.

miércoles, 19 de octubre de 2011

El Olvido

Antes que nada, me permito presentarme. Me llamo Aizury Quiroz, originaria de Monterrey y residente de Cortazar desde hace un año (y dos días). Si he de ser sincera, no pensé que fuera aquí, en este lugar tan pequeño, donde por fin se haría realidad uno de los sueños que por tanto tiempo acaricié: dar a conocer mis textos de manera "editorial", por llamarla de algún modo. El taller (al que confieso terminé por asistir con bastante reticencia) me dejó buenas experiencias y la conciencia de que donde menos te lo esperas es donde las cosas se dan. Porque finalmente las cosas se dan.
Y le agradezco mucho a Luis, que sin su ayuda y apoyo este cuento no podría haber llegado a ser lo que es.




El Olvido

-Me llamo Mariana –dijo ella, con una sonrisa brillante, hermosa.
-Yo soy Julián –le contesté también con una sonrisa, encantado de haberla encontrado. 
Mariana era muy hermosa, tenía los ojos verdes y el cabello largo y negro, una combinación bastante peculiar. El día que la conocí vestía pantalón de mezclilla negro, una blusa a cuadros roja y tenis negros. A pesar de estar rodeados de gente que vestía más o menos igual ella parecía destacarse, aunque tal vez sólo yo pudiera notarlo.
Estaba sentada en una banca del Centro Cultural, ese lugar que hacía no mucho se había construido en Cortazar y apenas empezaba a levantar los primeros pilares de una cultura prácticamente inexistente en nuestra ciudad.  Escuchábamos la música de un grupo de rock que se presentaba ese día; pude notar su seriedad, como si no disfrutara de nada y sólo existiera el mundo dentro de su cabeza. Sólo cuando el grupo terminó de tocar se levantó para acercarse al vocalista. Sentí que la iba a perder así que me levanté y fui tras de ella, y apenas alcancé a escuchar su conversación:
-… y así, ése es el tipo de música que yo escucho –le decía al vocalista, que se llamaba Josué. Conozco su nombre porque era mi amigo.
-Ah vaya, sí más o menos ése es el género que tocamos, ¿no nos habías escuchado antes?
-Pues no, es que acabo de llegar a la ciudad.
-¿En serio? ¿Y a qué vienes?
-A estudiar y a trabajar, aunque no estoy segura de que sea en ese orden.
Ellos se rieron, y Josué se percató de mi presencia, así que nos presentó. Ella Mariana, yo Julián.
-Aunque, debo confesarte –dijo Mariana-, soy pésima para los nombres. Probablemente en cinco minutos debas recordarme de nuevo cómo te llamas.
-No te preocupes –le contesté-. Soy del mismo problema.
Y era verdad, ¿cómo se llamaba aquélla muchacha que había conocido en un bar?...
Nos quedamos platicando un buen rato, hasta que Mariana dijo que se tenía que ir. Le pedí su número y la invité a salir.
-Hoy en la noche mis amigos van a hacer una fiesta, ¿quieres ir?
-Pues, depende, ¿a qué hora y en dónde?
-Empieza como a las diez, y es por el Jardín. Si quieres puedo pasar por ti.
-No, mejor nos vemos ahí mismo, y entonces nos movemos.
Tomé su negativa como una señal de que se daba cuenta de mis intenciones, pero al verla a los ojos sólo encontré miel y recuerdos. No podía saberlo, de ninguna manera. Y sin embargo, su mirada era igual a la de aquella muchacha cuyo nombre no podía recordar. Simplemente así me pasaba siempre, conocía a una nueva mujer y de inmediato olvidaba el nombre de la anterior.

Al cuarto a las diez me dirigí al Jardín Principal, que a esa hora empezaba a desahogar el gentío que siempre lo atiborraba. La encontré sentada en las escaleras del kiosco, como una niña perdida.
-Hola. ¿Llevas mucho tiempo aquí?
-No. Llegué hace diez minutos, y me puse a caminar por los portales. Están muy bonitos, sobre todo ahorita que no hay niños gritando ni vendedores.
-¿Te gusta la soledad? –le pregunté, tratando de ahondar en el misterio de su existencia.
-Mucho. Así es mi vida y la disfruto de esa manera.
-Entonces tal vez no te interese ni la fiesta ni ser mi amiga.
-Oh no, eso no tiene nada que ver –dijo ella, con sobresalto-. Si no tuviera interés, no estaría aquí.
Me miró con esos ojos tan inquietos que me habían cautivado y empezamos a caminar. Tardamos cinco minutos en llegar a la casa donde seria la fiesta, la cual ya tenía bastante gente y ambiente. Muchos bebían y platicaban en el patio, por el calor y por la inminente lluvia que no se querían perder. Empecé a platicar con varios amigos presentándoles a Mariana. Apenas si le ponían atención, aunque cuando empezó a platicarles de su ciudad y sus costumbres todas las miradas se posaron sobre ella. Y es que era tan hermosa.
Pasó una hora y comenzó a llover. Traté de llevarla adentro, pero ella se quedó en donde estaba, mirándome fijamente y negando con su cabeza. Entonces se soltó el cabello, que llevaba recogido en una coleta, y empezó a bailar bajo la lluvia. Era un espectáculo maravilloso, verla danzar mientras sus cabellos brincaban sobre su espalda, la música que producía su risa al aterrizar en cada salto sobre el pasto húmedo, sus senos que empezaban a notarse bajo su blusa mojada. Varios se le unieron, y bailaban como locos, ya borrachos o drogados. Sólo ella era natural y bella. Lástima que las cosas bellas nunca duren tanto.
Mariana se acercó, y jalándome por los brazos me llevó hasta el patio, donde la lluvia estaba en pleno esplendor. Bailamos un rato, hasta que dijo: “Es mejor que me vaya, si no me cambio voy a pescar un resfriado”. No lo pensé dos veces: “Te acompaño”, le dije.

Salimos de la fiesta sin despedirnos de nadie, y efectivamente, Mariana comenzó a estornudar. Me quité el suéter, que no estaba muy húmedo, y sonriendo me dio las gracias.
-¿Y por dónde vives?
-Por la entrada, en la calle Colegio Militar, ¿y tú?
-Por el Hospital viejo. En cuanto lleguemos a tu casa yo regreso y no pasa nada. En Cortazar nunca pasa nada.
Llegamos a la esquina de la bola del agua. La lluvia ya se había detenido y cruzamos la calle esquivando los charcos. Nos detuvimos afuera de una casa abandonada, llena de hojarasca y plantas muertas.
-Siempre he querido entrar aquí –dijo Mariana, acariciando las paredes bajas con rejas negras.
-¿En esta casa?
-Ajá. ¿Cómo crees que haya sido la gente que vivió en ella? –Mariana rió regalándome esa fresca y musical estridencia que salía de su garganta-. Has de pensar que estoy loca, ¿verdad? Metiéndome en casas abandonadas y todo eso.
-No, para nada. Sólo que yo tengo algo que te sorprendería.
-¿Qué cosa?
-La llave de esta casa.
Mariana me miró abriendo mucho sus verdes ojos, y contestó con incredulidad: “No te creo”.
-Es en serio –le dije mientras sacaba un manojo de llaves viejas y se lo mostraba-. Aquí están todas las llaves.
Entonces, con una mezcla de diversión y desafío, Mariana dijo: “Entonces entremos”.
Más le valía no haberlo hecho.

Entramos, e inmediatamente comentó: “Huele como a muerto”. Yo le contesté, “Es la humedad”.
-No, no, este es un olor diferente, como a carne descompuesta.
-¿Y tú como sabes a qué huele un muerto?
-¿Qué nunca te ha tocado oler a un animal muerto en la calle o en la carretera? Un gato, un perro, qué se yo. Alguna de esas cosas.
-Pues no, realmente no.
-Qué afortunado eres –me contestó con ironía.
Mariana caminaba de aquí para allá, viendo los podridos restos de los muebles, saltando de vez en cuando al ver pasar ratones, que sentían las pisadas y corrían a lugares más seguros. Afuera comenzó a llover de nuevo, y con más intensidad. Mariana volteó hacia una ventana, aunque no pudo ver la calle, pues estaba cegada con maderas.
-Creo que no podremos salir pronto –me dijo.
-Creo –le contesté.

Ella se fijó en las mohosas escaleras de madera y preguntó: “¿Crees que sean seguras?”. Yo asentí con la cabeza, y subimos. Ella empezó a explorar los tres cuartos que había en la segunda planta, y al llegar al tercero gritó: “¡Julián, ven a ver esto!”. Haciendo acopio de toda mi valentía la seguí, inseguro de lo que ella hubiera encontrado. Nada, en realidad, sólo el cuarto, con una cama y un ropero, viejos ambos, aunque en buen estado. Supongo eso fue lo que la asombró.
-Mira, es como si alguien aún viviera aquí –dijo, haciendo exactamente la misma observación que aquella muchacha cuyo nombre no podía recordar.
-Yo vivo aquí –le dije, igual que a ella.
-¿Es en serio?
“No te creo nada, no tienes pinta de indigente o pordiosero” me había dicho la otra muchacha.
-Pues no, realmente no –le contesté a ambas, sólo que Mariana no estaba consciente de ello.
-Ya lo sabía –dijo Mariana, sonriendo.
“¿Ya lo ves? Eres un maldito mentiroso, como todos”, dijo ella. Ahora que lo pienso, tenía un nombre de ciudad, o de país.
Mariana se sentó en la cama y empezó a observar tras las raídas cortinas de la ventana. Desde ahí podía ver el patio, lleno de cacharros y hierbas.
-Este sería un hermoso lugar para vivir, si lo pudieras arreglar.
-Pero sería difícil, con todos los hierbajos y el mal estado de las paredes –le dije mientras acariciaba las cortinas -. Mi madre piensa que deberíamos venderla, pero yo no quiero. Es mía, mi padre me la regaló antes de morir.
-Cuánto lo siento. ¿Murió hace poco?
-No, murió hace diez años. Yo entonces tenía doce.
-Yo iría a cumplir nueve, entonces.
-Sí, pero de igual manera, esta casa ya llevaba mucho tiempo abandonada. Él tampoco se decidía a venderla o tirarla. Por eso antes de morir me dio personalmente las llaves, y yo empecé a transformarla en mi refugio. Aquí es donde me escondo del mundo.
-Qué maravilloso poder tener un lugar así.
“Supongo que aquí es a donde traes a todas tus mujeres, ¿no? Más barato que un hotel”, me dijo ¿Grecia?, ¿Argentina? Ella estaba muy borracha ese día, tal vez por eso no recuerdo bien su nombre. Vestía un pantalón negro de cuero, una blusa roja que en lugar de botones tenía listones, lo que hacía que no dejara casi nada a la imaginación. En realidad, no sé porque la escogí a ella. Hace ya tres meses de eso y aún no logro entenderlo. Mariana en cambio era todo lo contrario, limpia y fresca como una mañana de abril, hermosa y cautivadora. Empezaba a lamentar haberla llevado ahí.
-¿Qué me ves? –preguntó, rescatándome del pasado.
-Nada, realmente. Te pareces mucho a alguien –le mentí, aunque en realidad en nada se parecía a, digamos, Venecia.
-Ah vaya. Y dime, ¿por qué tienes sábanas limpias?
-Porque tienes suerte.
-¿Suerte? –preguntó, empezando a mostrar preocupación en sus ojos.
-Sí, porque las cambio cada dos semanas, y hoy fue el día en que lo hice.
-¿Antes o después de conocerme?
-¿Por qué preguntas eso? Lo hice en la mañana.
-Lo siento, es que todo parece tan… planeado, o no sé cómo decirlo. Como si fuera tu intención traerme aquí.
-Tal vez, tal vez no. Tal vez sólo quería estar a solas contigo, para escucharte sin más fondo que la música de la lluvia al caer, y sin más distracción que la de ver tus hermosos ojos brillar solo para mí.
Mariana se levantó sonriendo, y me abrazó. “Qué cosas tan dulces dices”.
“¿Qué porquería cursi es esa? Mejor dime que te quieres acostar conmigo y ya”, me dijo riendo Digamos Venecia, y empezó a desnudarse. Yo no esperaba más de ella, así que la imité y comenzamos a tener sexo. Yo sólo pensaba, ¿por qué tiene que hacer las cosas tan difíciles?, mientras ella me acariciaba bruscamente, y es que estaba muy borracha.
Mariana en cambio me tomó de la mano, acercándome a la cama. Me senté y ella se recargó en mis piernas, sobre la cama. Acaricié su hermoso cabello, impregnado de un perfume desconocido para mí. Ella pareció escucharme respirar, porque dijo: “Es madreselva y jazmín. Lo hice yo misma”. “Es maravilloso, igual que tú”, le susurré. Empecé a besar su cuello, y ella apenas si se reía, estremeciéndose. “Me haces cosquillas”.
-Hay algo que quisiera regalarte –le dije. Me levanté y abrí el ropero, apenas lo suficiente para introducir mi mano y quitar el listón del cuello de Digamos Venecia, lo suficiente para que Mariana no pudiera ver el cadáver medio envuelto. Volví a sentarme y ella se recostó de nuevo sobre mis piernas, apenas levantando el cuello para que le pusiera el collar. Un listón rosado con un cuarzo del mismo color. “Era de mi madre, de mi verdadera madre”. Mariana era la primera a la que le decía la verdad, la primera que se lo merecía. “Yo nací aquí en este cuarto, ella murió al darme a luz. Mi padre se casó de nuevo inmediatamente después de su funeral. Él no sabía como cuidar de un niño pequeño así que se consiguió otra mujer que se hiciera cargo. Otra. Me hizo vivir pensando que la mujer con la que había crecido era quien me había dado la vida, y no era así. Al enterarme, mi enojo fue enorme. Él no tenía derecho a privarme del recuerdo de mi madre, no tenía por qué destruir todas sus fotografías. Toda mi vida viví una mentira que los dos no se cansaban de alimentar. Él me dijo todo antes de morir, antes de asfixiarlo con la almohada en la que descansaba su cabeza cada anochecer. A esa mujer le quité su collar, a él las llaves de la casa, la de mi madre. Aunque el maldito murió sin decirme su nombre”.
Mariana quería voltear, pero no podía. La había tumbado de espaldas y apretaba cada vez con más fuerza el listón, montado sobre ella. “¿Te he dicho ya que soy malo con los nombres? No he podido encontrar el nombre de mi madre. Por eso traigo tantas mujeres aquí, para ver si alguna se llama como ella, para ver si así puedo recuperar el fantasma de su recuerdo”. Mariana jadeaba y forcejeaba, pero no hacía un verdadero intento por defenderse, sabía que no podía ganar. Me gustaba por eso, era tan dócil y tranquila. No como Venecia, creo, que gritaba y pataleaba, y es que era más difícil contenerla si estaba desnuda y sudorosa. “¡Maldito psicópata, déjame en paz!” gritaba entrecortadamente, pero tampoco podía ganar. Al final tampoco ganó.

Mariana poco a poco dejó de moverse, apenas suspirando. Yo la volteé y miré sus ojos, ya vidriosos y sin expresión, pero bellos todavía. Me seguía recordando a alguien, pero ya no a ella. “Marsella”, dije en un resuello, y después solté una carcajada en señal de triunfo y me bajé de la cama para abrir el ropero. En él se encontraba el cuerpo en descomposición de Marsella, ya casi irreconocible el rostro. Las ropas y la sábana (que precisamente había quitado esa mañana) manchadas por los jugos que escurrían de su putrefacto cuerpo. Ni siquiera sentí asco cuando levanté el cuerpo y lo tiré por la ventana, donde le haría compañía a otras mujeres cuyo nombre, una vez advertido no era el que buscaba, no me tomaba la molestia en recordar. Ahora, ¿qué haría con ella, con la mujer que miraba y no el techo, esa que estaba recostada sobre mi cama? ¿Cómo se llamaba…?

Autor: Aizury Quiroz