miércoles, 19 de octubre de 2011

El Olvido

Antes que nada, me permito presentarme. Me llamo Aizury Quiroz, originaria de Monterrey y residente de Cortazar desde hace un año (y dos días). Si he de ser sincera, no pensé que fuera aquí, en este lugar tan pequeño, donde por fin se haría realidad uno de los sueños que por tanto tiempo acaricié: dar a conocer mis textos de manera "editorial", por llamarla de algún modo. El taller (al que confieso terminé por asistir con bastante reticencia) me dejó buenas experiencias y la conciencia de que donde menos te lo esperas es donde las cosas se dan. Porque finalmente las cosas se dan.
Y le agradezco mucho a Luis, que sin su ayuda y apoyo este cuento no podría haber llegado a ser lo que es.




El Olvido

-Me llamo Mariana –dijo ella, con una sonrisa brillante, hermosa.
-Yo soy Julián –le contesté también con una sonrisa, encantado de haberla encontrado. 
Mariana era muy hermosa, tenía los ojos verdes y el cabello largo y negro, una combinación bastante peculiar. El día que la conocí vestía pantalón de mezclilla negro, una blusa a cuadros roja y tenis negros. A pesar de estar rodeados de gente que vestía más o menos igual ella parecía destacarse, aunque tal vez sólo yo pudiera notarlo.
Estaba sentada en una banca del Centro Cultural, ese lugar que hacía no mucho se había construido en Cortazar y apenas empezaba a levantar los primeros pilares de una cultura prácticamente inexistente en nuestra ciudad.  Escuchábamos la música de un grupo de rock que se presentaba ese día; pude notar su seriedad, como si no disfrutara de nada y sólo existiera el mundo dentro de su cabeza. Sólo cuando el grupo terminó de tocar se levantó para acercarse al vocalista. Sentí que la iba a perder así que me levanté y fui tras de ella, y apenas alcancé a escuchar su conversación:
-… y así, ése es el tipo de música que yo escucho –le decía al vocalista, que se llamaba Josué. Conozco su nombre porque era mi amigo.
-Ah vaya, sí más o menos ése es el género que tocamos, ¿no nos habías escuchado antes?
-Pues no, es que acabo de llegar a la ciudad.
-¿En serio? ¿Y a qué vienes?
-A estudiar y a trabajar, aunque no estoy segura de que sea en ese orden.
Ellos se rieron, y Josué se percató de mi presencia, así que nos presentó. Ella Mariana, yo Julián.
-Aunque, debo confesarte –dijo Mariana-, soy pésima para los nombres. Probablemente en cinco minutos debas recordarme de nuevo cómo te llamas.
-No te preocupes –le contesté-. Soy del mismo problema.
Y era verdad, ¿cómo se llamaba aquélla muchacha que había conocido en un bar?...
Nos quedamos platicando un buen rato, hasta que Mariana dijo que se tenía que ir. Le pedí su número y la invité a salir.
-Hoy en la noche mis amigos van a hacer una fiesta, ¿quieres ir?
-Pues, depende, ¿a qué hora y en dónde?
-Empieza como a las diez, y es por el Jardín. Si quieres puedo pasar por ti.
-No, mejor nos vemos ahí mismo, y entonces nos movemos.
Tomé su negativa como una señal de que se daba cuenta de mis intenciones, pero al verla a los ojos sólo encontré miel y recuerdos. No podía saberlo, de ninguna manera. Y sin embargo, su mirada era igual a la de aquella muchacha cuyo nombre no podía recordar. Simplemente así me pasaba siempre, conocía a una nueva mujer y de inmediato olvidaba el nombre de la anterior.

Al cuarto a las diez me dirigí al Jardín Principal, que a esa hora empezaba a desahogar el gentío que siempre lo atiborraba. La encontré sentada en las escaleras del kiosco, como una niña perdida.
-Hola. ¿Llevas mucho tiempo aquí?
-No. Llegué hace diez minutos, y me puse a caminar por los portales. Están muy bonitos, sobre todo ahorita que no hay niños gritando ni vendedores.
-¿Te gusta la soledad? –le pregunté, tratando de ahondar en el misterio de su existencia.
-Mucho. Así es mi vida y la disfruto de esa manera.
-Entonces tal vez no te interese ni la fiesta ni ser mi amiga.
-Oh no, eso no tiene nada que ver –dijo ella, con sobresalto-. Si no tuviera interés, no estaría aquí.
Me miró con esos ojos tan inquietos que me habían cautivado y empezamos a caminar. Tardamos cinco minutos en llegar a la casa donde seria la fiesta, la cual ya tenía bastante gente y ambiente. Muchos bebían y platicaban en el patio, por el calor y por la inminente lluvia que no se querían perder. Empecé a platicar con varios amigos presentándoles a Mariana. Apenas si le ponían atención, aunque cuando empezó a platicarles de su ciudad y sus costumbres todas las miradas se posaron sobre ella. Y es que era tan hermosa.
Pasó una hora y comenzó a llover. Traté de llevarla adentro, pero ella se quedó en donde estaba, mirándome fijamente y negando con su cabeza. Entonces se soltó el cabello, que llevaba recogido en una coleta, y empezó a bailar bajo la lluvia. Era un espectáculo maravilloso, verla danzar mientras sus cabellos brincaban sobre su espalda, la música que producía su risa al aterrizar en cada salto sobre el pasto húmedo, sus senos que empezaban a notarse bajo su blusa mojada. Varios se le unieron, y bailaban como locos, ya borrachos o drogados. Sólo ella era natural y bella. Lástima que las cosas bellas nunca duren tanto.
Mariana se acercó, y jalándome por los brazos me llevó hasta el patio, donde la lluvia estaba en pleno esplendor. Bailamos un rato, hasta que dijo: “Es mejor que me vaya, si no me cambio voy a pescar un resfriado”. No lo pensé dos veces: “Te acompaño”, le dije.

Salimos de la fiesta sin despedirnos de nadie, y efectivamente, Mariana comenzó a estornudar. Me quité el suéter, que no estaba muy húmedo, y sonriendo me dio las gracias.
-¿Y por dónde vives?
-Por la entrada, en la calle Colegio Militar, ¿y tú?
-Por el Hospital viejo. En cuanto lleguemos a tu casa yo regreso y no pasa nada. En Cortazar nunca pasa nada.
Llegamos a la esquina de la bola del agua. La lluvia ya se había detenido y cruzamos la calle esquivando los charcos. Nos detuvimos afuera de una casa abandonada, llena de hojarasca y plantas muertas.
-Siempre he querido entrar aquí –dijo Mariana, acariciando las paredes bajas con rejas negras.
-¿En esta casa?
-Ajá. ¿Cómo crees que haya sido la gente que vivió en ella? –Mariana rió regalándome esa fresca y musical estridencia que salía de su garganta-. Has de pensar que estoy loca, ¿verdad? Metiéndome en casas abandonadas y todo eso.
-No, para nada. Sólo que yo tengo algo que te sorprendería.
-¿Qué cosa?
-La llave de esta casa.
Mariana me miró abriendo mucho sus verdes ojos, y contestó con incredulidad: “No te creo”.
-Es en serio –le dije mientras sacaba un manojo de llaves viejas y se lo mostraba-. Aquí están todas las llaves.
Entonces, con una mezcla de diversión y desafío, Mariana dijo: “Entonces entremos”.
Más le valía no haberlo hecho.

Entramos, e inmediatamente comentó: “Huele como a muerto”. Yo le contesté, “Es la humedad”.
-No, no, este es un olor diferente, como a carne descompuesta.
-¿Y tú como sabes a qué huele un muerto?
-¿Qué nunca te ha tocado oler a un animal muerto en la calle o en la carretera? Un gato, un perro, qué se yo. Alguna de esas cosas.
-Pues no, realmente no.
-Qué afortunado eres –me contestó con ironía.
Mariana caminaba de aquí para allá, viendo los podridos restos de los muebles, saltando de vez en cuando al ver pasar ratones, que sentían las pisadas y corrían a lugares más seguros. Afuera comenzó a llover de nuevo, y con más intensidad. Mariana volteó hacia una ventana, aunque no pudo ver la calle, pues estaba cegada con maderas.
-Creo que no podremos salir pronto –me dijo.
-Creo –le contesté.

Ella se fijó en las mohosas escaleras de madera y preguntó: “¿Crees que sean seguras?”. Yo asentí con la cabeza, y subimos. Ella empezó a explorar los tres cuartos que había en la segunda planta, y al llegar al tercero gritó: “¡Julián, ven a ver esto!”. Haciendo acopio de toda mi valentía la seguí, inseguro de lo que ella hubiera encontrado. Nada, en realidad, sólo el cuarto, con una cama y un ropero, viejos ambos, aunque en buen estado. Supongo eso fue lo que la asombró.
-Mira, es como si alguien aún viviera aquí –dijo, haciendo exactamente la misma observación que aquella muchacha cuyo nombre no podía recordar.
-Yo vivo aquí –le dije, igual que a ella.
-¿Es en serio?
“No te creo nada, no tienes pinta de indigente o pordiosero” me había dicho la otra muchacha.
-Pues no, realmente no –le contesté a ambas, sólo que Mariana no estaba consciente de ello.
-Ya lo sabía –dijo Mariana, sonriendo.
“¿Ya lo ves? Eres un maldito mentiroso, como todos”, dijo ella. Ahora que lo pienso, tenía un nombre de ciudad, o de país.
Mariana se sentó en la cama y empezó a observar tras las raídas cortinas de la ventana. Desde ahí podía ver el patio, lleno de cacharros y hierbas.
-Este sería un hermoso lugar para vivir, si lo pudieras arreglar.
-Pero sería difícil, con todos los hierbajos y el mal estado de las paredes –le dije mientras acariciaba las cortinas -. Mi madre piensa que deberíamos venderla, pero yo no quiero. Es mía, mi padre me la regaló antes de morir.
-Cuánto lo siento. ¿Murió hace poco?
-No, murió hace diez años. Yo entonces tenía doce.
-Yo iría a cumplir nueve, entonces.
-Sí, pero de igual manera, esta casa ya llevaba mucho tiempo abandonada. Él tampoco se decidía a venderla o tirarla. Por eso antes de morir me dio personalmente las llaves, y yo empecé a transformarla en mi refugio. Aquí es donde me escondo del mundo.
-Qué maravilloso poder tener un lugar así.
“Supongo que aquí es a donde traes a todas tus mujeres, ¿no? Más barato que un hotel”, me dijo ¿Grecia?, ¿Argentina? Ella estaba muy borracha ese día, tal vez por eso no recuerdo bien su nombre. Vestía un pantalón negro de cuero, una blusa roja que en lugar de botones tenía listones, lo que hacía que no dejara casi nada a la imaginación. En realidad, no sé porque la escogí a ella. Hace ya tres meses de eso y aún no logro entenderlo. Mariana en cambio era todo lo contrario, limpia y fresca como una mañana de abril, hermosa y cautivadora. Empezaba a lamentar haberla llevado ahí.
-¿Qué me ves? –preguntó, rescatándome del pasado.
-Nada, realmente. Te pareces mucho a alguien –le mentí, aunque en realidad en nada se parecía a, digamos, Venecia.
-Ah vaya. Y dime, ¿por qué tienes sábanas limpias?
-Porque tienes suerte.
-¿Suerte? –preguntó, empezando a mostrar preocupación en sus ojos.
-Sí, porque las cambio cada dos semanas, y hoy fue el día en que lo hice.
-¿Antes o después de conocerme?
-¿Por qué preguntas eso? Lo hice en la mañana.
-Lo siento, es que todo parece tan… planeado, o no sé cómo decirlo. Como si fuera tu intención traerme aquí.
-Tal vez, tal vez no. Tal vez sólo quería estar a solas contigo, para escucharte sin más fondo que la música de la lluvia al caer, y sin más distracción que la de ver tus hermosos ojos brillar solo para mí.
Mariana se levantó sonriendo, y me abrazó. “Qué cosas tan dulces dices”.
“¿Qué porquería cursi es esa? Mejor dime que te quieres acostar conmigo y ya”, me dijo riendo Digamos Venecia, y empezó a desnudarse. Yo no esperaba más de ella, así que la imité y comenzamos a tener sexo. Yo sólo pensaba, ¿por qué tiene que hacer las cosas tan difíciles?, mientras ella me acariciaba bruscamente, y es que estaba muy borracha.
Mariana en cambio me tomó de la mano, acercándome a la cama. Me senté y ella se recargó en mis piernas, sobre la cama. Acaricié su hermoso cabello, impregnado de un perfume desconocido para mí. Ella pareció escucharme respirar, porque dijo: “Es madreselva y jazmín. Lo hice yo misma”. “Es maravilloso, igual que tú”, le susurré. Empecé a besar su cuello, y ella apenas si se reía, estremeciéndose. “Me haces cosquillas”.
-Hay algo que quisiera regalarte –le dije. Me levanté y abrí el ropero, apenas lo suficiente para introducir mi mano y quitar el listón del cuello de Digamos Venecia, lo suficiente para que Mariana no pudiera ver el cadáver medio envuelto. Volví a sentarme y ella se recostó de nuevo sobre mis piernas, apenas levantando el cuello para que le pusiera el collar. Un listón rosado con un cuarzo del mismo color. “Era de mi madre, de mi verdadera madre”. Mariana era la primera a la que le decía la verdad, la primera que se lo merecía. “Yo nací aquí en este cuarto, ella murió al darme a luz. Mi padre se casó de nuevo inmediatamente después de su funeral. Él no sabía como cuidar de un niño pequeño así que se consiguió otra mujer que se hiciera cargo. Otra. Me hizo vivir pensando que la mujer con la que había crecido era quien me había dado la vida, y no era así. Al enterarme, mi enojo fue enorme. Él no tenía derecho a privarme del recuerdo de mi madre, no tenía por qué destruir todas sus fotografías. Toda mi vida viví una mentira que los dos no se cansaban de alimentar. Él me dijo todo antes de morir, antes de asfixiarlo con la almohada en la que descansaba su cabeza cada anochecer. A esa mujer le quité su collar, a él las llaves de la casa, la de mi madre. Aunque el maldito murió sin decirme su nombre”.
Mariana quería voltear, pero no podía. La había tumbado de espaldas y apretaba cada vez con más fuerza el listón, montado sobre ella. “¿Te he dicho ya que soy malo con los nombres? No he podido encontrar el nombre de mi madre. Por eso traigo tantas mujeres aquí, para ver si alguna se llama como ella, para ver si así puedo recuperar el fantasma de su recuerdo”. Mariana jadeaba y forcejeaba, pero no hacía un verdadero intento por defenderse, sabía que no podía ganar. Me gustaba por eso, era tan dócil y tranquila. No como Venecia, creo, que gritaba y pataleaba, y es que era más difícil contenerla si estaba desnuda y sudorosa. “¡Maldito psicópata, déjame en paz!” gritaba entrecortadamente, pero tampoco podía ganar. Al final tampoco ganó.

Mariana poco a poco dejó de moverse, apenas suspirando. Yo la volteé y miré sus ojos, ya vidriosos y sin expresión, pero bellos todavía. Me seguía recordando a alguien, pero ya no a ella. “Marsella”, dije en un resuello, y después solté una carcajada en señal de triunfo y me bajé de la cama para abrir el ropero. En él se encontraba el cuerpo en descomposición de Marsella, ya casi irreconocible el rostro. Las ropas y la sábana (que precisamente había quitado esa mañana) manchadas por los jugos que escurrían de su putrefacto cuerpo. Ni siquiera sentí asco cuando levanté el cuerpo y lo tiré por la ventana, donde le haría compañía a otras mujeres cuyo nombre, una vez advertido no era el que buscaba, no me tomaba la molestia en recordar. Ahora, ¿qué haría con ella, con la mujer que miraba y no el techo, esa que estaba recostada sobre mi cama? ¿Cómo se llamaba…?

Autor: Aizury Quiroz

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