viernes, 11 de noviembre de 2011

Oscuras Siluetas

Caminaba él con total tranquilidad por las calles centrales de la ciudad. Pensando en nada de vez en vez. Cruzando las calles que parecen vacías aún siendo tan temprano. Es de esperarse, el sofocante calor que se niega a ceder. Salvador Días Mirón, Juan de Dios Peza, Santos Degollado, Leandro Valle... avanza brincando calles de nombres que no significan nada para él. Algo llama entonces su atención: ¿No es aquella una hermosa aldaba suplicando ser aporreada? ¿No es ahí donde vive aquel anciano con su hijo?

Continúa caminando y sin pensarlo mucho llama a la puerta tres veces sin dejar de avanzar hasta escuchar la gran puerta abrirse ya lejos detrás de él. Voltea sobre su hombro y distingue de reojo dos siluetas fijas como roca. Sigue caminando hasta cambiar de acera en la esquina con intención de doblar a su izquierda en Ocampo.

Una sonrisa insensata se dibuja en su rostro como resultado su irracional travesura. Al llegar a la esquina contraria, mira de nuevo a la puerta. Reconoce entonces al anciano apoyado en un bastón de madera rojiza, mirándolo a los ojos; levanta la mirada para ver el rostro en el esbozo del que supone es el hijo, pero una repentina sensación de miedo invade su vientre.

Pareciera que las cuencas de sus ojos están vacías, más un instante antes de que el muro de la esquina bloqueara su visión, tuvo la impresión de ver un diminuto reflejo como de cristal en el aparente vacío.

Continúa su camino con la trémula sensación que deja el miedo en el cuerpo pensando con su malformado razonamiento. ¿Cómo es que voy a temer a ese par? Seguro pensaron que con eso me amedrentaron, como para que no lo haga de nuevo... pues entonces volveré mañana y les demostraré que no les temo.

La situación se dio nuevamente. Días Mirón, Juan de Dios Peza. La calle sin alma alguna a la vista le quemaba las suelas. En esta época del año en Cortazar, las calles que corren como el sol, se envuelven con un efecto visual: los atardeceres dorados de la semana Santa. Lacerantes, ardientes y hermosos. Pero él no les presta atención, solo piensa en su venganza.

Son las seis exactamente igual que ayer. Voy a demostrarles que no les temo, se dijo a si mismo al ver el reloj de su mano izquierda. Caminó hacia la puerta aprestando la mano para hacer sonar la aldaba tan fuerte como le fuera posible. El casi subliminal recuerdo de la espantosa imagen del día anterior, hizo fluir la adrenalina en su sangre, suficiente como para hacerlo titubear, no tanto como para hacerlo desistir.

Casi podía palpar el metal en sus dedos cuando de la nada sintió como su pecho era impactado en su centro por una fuerza tan descomunal que le hizo sentirse diminuto. La fuerza continuó presionándolo en su contundente movimiento, imprimiendo cierta inclinación descendente, tan rápido que no asimila lo que sucede, solo ve fugazmente las paredes a sus costados alejándose de él acelerados por la fuerza y no la gravedad. Finalmente su espalda golpea el concreto y todo se detiene.

Sus ojos están cerrados y sus oídos no perciben nada cuando un agudo dolor en el tórax le hace abrir los ojos: hay un hombre de corpulenta complexión con el puño izquierdo enterrado en su pecho hasta el omóplato. Hay además alguien de pie en el umbral de la puerta abierta, pero la confusión no le deja distinguir si es real o solo un pedazo de su memoria.

El dolor es monstruoso y siente saliva y lágrimas corriendo por su cara en iguales proporciones. El hombre con el puño al ras de la piel de su espalda y con la muñeca apretada entre sus destrozadas costillas permanece inmóvil con una rodilla al suelo y con la otra pegada al pecho en posición casi fetal. No puede moverse. Percibe con todos sus sentidos pero no emite respuesta alguna a las indescriptibles sensaciones que le embargan. Tan ajeno y tan en la sustancia de todo.

Un sonido le es familiar, muy familiar pero no sabe qué es. Es aire, articula para si mismo, es aire pero no soy yo. Lentamente el hombre que lo inmola respira y llena su pecho con aire mientras poco a poco se pone de pie. Durante el camino del hombre hacia arriba no logra distinguirle forma humana; es una masa negra con cambiantes contrastes y bordes adelgazándose para empujar hacia lo alto una blanca cabeza desprovista de cabello. El ascenso se detiene y deja ver las largas y gruesas extremidades de un hombre. Recorre con la mirada aquel cuerpo enfundado en negro desde los pies y al llegar a la cabeza baja de vuelta al pecho que se contrae con rapidez y deja escapar un indescriptible e inhumano alarido de creciente volumen. Siente su lánguido cuerpo estremecerse, no de miedo, sino por la fuerza de éste. Sus sentidos no le transmiten ahora nada. Ni siquiera dolor. Solo el más puro y angustiante terror.

El rugido aquel termina y escucha una voz de tono grave pero casi melodioso. Las palabras resuenan dentro de su cabeza sin señal de dar paso al silencio. Los sonidos rebotan y se distorsionan como una multitud vociferándole en los oídos cuando el silencio corta de tajo todo aquello y recobra conciencia de lo que queda de su ser. Hay una soga atada a sus tobillos que lo mantiene suspendido en el aire sobre la acera, pendiendo muy cerca del umbral.

La sangre que de sus heridas brota le escurre por el cuello, cubre su rostro y se apelmaza en su cabello para caer al suelo por un hilo continuo de una tonalidad oscura, no rojiza. Pero su vista lo engaña de nuevo y la oscura visión de las siluetas se le presenta igual que antes, vívidamente como la primera vez y la esperanza le surge de las entrañas. Añora ese momento, no de alegría o de gloria, solo un momento y nada más. Cuan apreciado es ahora ese instante que tan poco relevante fue cuando sucedió. Que malagradecido fui, piensa apenas el casi cadáver.

Sin embargo, la imagen de las siluetas no coincide con la posición que su cuerpo parece tener pero no termina de prestarle atención pues mira con terror como el contorno del anciano se revuelve y muta en convulsiones visuales solo para recobrar su forma humana muy cerca de él. A pesar de la distancia, no le distingue rasgo alguno. Es solo una sombra sin profundidad. Emoción e inminencia lo invaden mientras escucha la voz del anciano.

“Observa, aprecia y aprehende el conocimiento.”

La voz se desvanece junto con todo lo visible y perceptible y siente como si la nada en sus sentidos fuera poco a poco reemplazada por la de si mismo caminando por la acera otra vez. Son las seis exactamente igual que ayer. Voy a demostrarles que no les temo, pensaba.

Caminó, aprestó la mano cuando una contundente descarga de adrenalina le hizo revivir en un segundo el brutal episodio que desde su pasado se avecinaba. Reaccionó en un veloz y ligero movimiento corporal que lo hizo pegar la espalda a la puerta con los brazos extendidos y las palmas al frente. Entonces vio como el descomunal sujeto de negro pasaba caminando frente a él con el mismo ímpetu con que le despedazó el pecho antes.

Cuando se disponía a pensar en aquel hecho tan alejado de la realidad y del tiempo que viven los hombres, su espalda perdió el apoyo más bien psicológico de la puerta a sus espaldas. Giró y una vez más, la onírica imagen de las oscuras siluetas estaba ante él. El estupor lo inundó mientras daba tambaleantes pasos en retroceso cuando miró su brazo izquierdo: Son las seis exactamente… Su cuerpo perdió rigidez y se desplomó girando para no caer de bruces al suelo. Su mente dejó de hacer juicio alguno y finalmente comenzó a entender. Ya nada era real más allá de lo que él quisiera aceptar. Se levantó, cruzó la calle y por la acera se encaminó en completo silencio hasta su casa, Ocampo, Victoria, Allende… disfrutando y analizando cada fracción de segundo que transcurría a su paso.

Autor: Luis Aguado.

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